Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN II



Comentario

CAPÍTULO VII


Vuelta a Nohcacab. --Partida definitiva de este pueblo. --Un sepulturero indio. --Camino. --Paredes antiguas. --Ruinas de Saché. --Vía empedrada. --Prosecución de la jornada. --Ruinas de Xampón. --Edificio imponente. --Paredes antiguas llamadas por los indios Xlab-Pak. --Ruinas de Yokoluitz y de Xkúpak. --Sicilná. --Altar para quemar el copal. --Terraza antigua. --Elevadas estructuras de piedra. --Ruinas de un edificio. --Piedras esculpidas. --Plataforma. --Rancho Chunhubú. --Hacémonos involuntariamente dueños de una choza. --Sus arreglos interiores. --Escasez de agua. --Necesidades urgentes. --Visita a las ruinas. --Dos edificios. --Fachadas. --Puertas ornamentadas. --Visitas bien recibidas. --Otro edificio. --Un frontispicio revocado. --Un edificio visto desde la terraza. --Visita a las ruinas de Xkolok. --Grande estructura de piedra. --Líneas de edificios. --Piedra circular. --Edificio arruinado. --Representación de figuras humanas. --Vuelta al rancho. --Beneficios de un aguacero



El día catorce de febrero regresamos al pueblo de Nohcacab. Habíamos destacado anticipadamente a Albino para que hiciese todos los arreglos necesarios, y con eso el día quince nos despedimos definitivamente de aquel pueblo.

No nos pesaba de ello; al contrario, nos era placentero pensar en que no tendríamos necesidad de volver allí. Nuestro equipaje se redujo otra vez a la menor expresión posible: las hamacas, unas pocas mudas de ropa y el aparato del daguerrotipo fue todo; lo demás fue dirigido a Peto, en donde pensábamos encontrarlo. El capataz de nuestros indios cargadores era un sepulturero jubilado, antiguo vecino del convento, y a quien jamás habíamos tenido el gusto de ver sin que estuviese ebrio, menos en aquella mañana que se hallaba perfectamente sano.

Para que el lector comprendiese nuestra nueva ruta, le sería preciso consultar el mapa. Al emprender la marcha, tomamos la dirección del Sur, y otra vez nos encontramos hollando los sepulcros de las ciudades antiguas. A la distancia de dos millas vimos sobre una eminencia de la derecha unas "paredes viejas"; a poco andar encontramos tres edificios arruinados, y algo más allá dimos en las ruinas de Saché. Éstas consisten en tres edificios dispuestos irregularmente, uno de los cuales, que mira al Sur, mide cincuenta y tres pies de frente sobre veinte pies y seis pulgadas de fondo, y tiene tres pequeñas puertas de entrada. Otro, algo más al Sur, tiene casi las mismas dimensiones del primero, tres departamentos, y dos columnas en la puerta central. El tercero se hallaba tan destruido que no pudimos formar plano ninguno de él. A pesar de su cercanía al pueblo, el padrecito jamás había visto estas ruinas. Se encuentran a doscientos pies, poco más o menos, del camino; pero tan completamente ocultas dentro de la espesura, que, aunque las había visitado antes guiado de un indio, esta vez pasé junto a ellas sin notarlas.

A corta distancia de allí se encuentra uno de los más interesantes monumentos de las antigüedades yucatecas. Es una rota plataforma o calzada de piedra, como de ocho pies de latitud y ocho o diez pulgadas de espesor, que cruza el camino y se pierde en los bosques de uno y otro lado. Antes me he referido a él bajo el nombre de Sacbé, como le llamaban los indios, lo cual quiere decir, en su idioma, "camino enlosado de piedra blanca". Los indígenas dicen que atraviesa el país desde Kabáh hasta Uxmal, y que era antiguamente el tránsito de los indios correos, que de una ciudad a otra conducían las cartas de sus señores, escritas en hojas o cortezas de árboles. Es el único ejemplar que yo hubiese hallado de cierta especie de tradición vaga entre los indios, y la conformidad de esta leyenda se ilustró por una circunstancia particular que ocurrió al llegar nosotros. Mientras estábamos detenidos examinando aquel monumento, un indio anciano, agobiado del peso de su carga, apareció en otra dirección, y al cruzar la calzada se detuvo, y golpeando las piedras con su bordón usó de las palabras Sacbé, Kabáh, Uxmal. Al mismo tiempo nuestros cargadores llegaron, con el sepulturero a su cabeza, y deponiendo en tierra su carga sobre el camino antiguo, repitieron la palabra Sacbé favoreciéndonos con un discurso, en el cual apenas pudimos percibir las voces Kabáh, Uxmal.

Había sido mi intención explorar toda la ruta del antiguo camino y trazar su dirección, si era posible, a través de los bosques hasta aquellas desoladas ciudades que unía en otro tiempo; y el no haber podido realizar este pensamiento fue uno de los disgustos que nos proporcionó la residencia en Nohcacab. La dificultad de procurarme indios Ppara la obra y la vuelta periódica de las calenturas nos hicieron esto imposible. No podíamos calcular el tiempo que se emplearía en la obra: todo el terreno estaba cubierto de espesuras; en algunos parajes apenas se encontraban vestigios del camino, y en otros hasta ese vestigio estaba perdido en lo absoluto. Sin embargo, todavía queda un buen campo para las exploraciones de un futuro viajero.

Repasando de nuevo las "paredes viejas", de uno y otro lado del camino, a la distancia como de dos leguas, llegamos a Xampón, en donde están los restos de un edificio que, cuando se hallaba en pie y completo, debió de haber sido grande e imponente, y que aun hoy excitaría la admiración del extranjero, si no fuese por el enorme cúmulo de ruinas que le rodea. Su forma era rectangular, comprendiendo en sus cuatro lados una plaza. Medía de Norte a Sur ochenta pies, y ciento cinco de Este a Oeste. Solamente dos ángulos se hallaban en pie; y alrededor de este edificio, que descollaba solitario, un indio había plantado una milpa.

Algo más allá, vimos desde cierta distancia otros dos sitios de ruinas, llamados Yokoluitz y Kupak, enteramente destruidas y de acceso tan difícil, que ni siquiera intentamos llegar a ellas.

Subía de punto el efecto que producían estas ruinas diseminadas en aquella región, el que no había allí un solo camino real, sino únicamente algunas veredas de milpas poco frecuentadas, y tan boscosas varias de ellas, que con dificultad podíamos abrirnos paso. El calor era intenso: habíamos agotado nuestros calabazos de agua, y, como no existía allí fuente, arroyo o aguada, la única probabilidad que teníamos de proveernos de ella era el encontrarla a la buena ventura depositada en el hueco de alguna piedra amiga.

A las dos de la tarde llegamos a un pequeño claro del bosque, en que había una enramada de paja, y bajo de ella una cruz que miraba al camino; un poco más adelante, a la izquierda, aparecía una obstruida vereda que, por la primera vez en muchos años, había sido abierta por mí en una ocasión anterior para poder visitar las ruinas de Sicilná.

Este sitio había sido objeto de una de mis inútiles excursiones desde Nohcacab. El relato que de él había oído decía que existía allí un departamento con un altar destinado a la quema de copal, con vestigios de este uso dejados por los antiguos habitantes. Cuando yo llegué allí, fue necesario dar varios giros antes de que el indio pudiese descubrir signo alguno de pasadizo o vereda, y luego que le descubrimos se hizo indispensable ir abriendo y depejando a cada paso. Por aquel tiempo las miras mías con respecto a las ciudades arruinadas habían venido a ser prácticas, y notando la dificultad y trabajo que nos esperaban en la exploración de un sitio tan desolado, llegué a figurarme que aquella vereda no guiaría a ningún sitio que pudiese exigir una segunda visita. Desmonté del caballo, y, guiándole del diestro conforme iba el indio despejando el terreno, llegamos a una subida pedregosa y escarpada, que, después de haberla alcanzado noté que era la parte superior de una antigua terraza. Bajo un frondoso álamo que en ella crecía até mi caballo, y, bajando al otro lado, cruzamos a través de un hueco muy boscoso, que inferí se hallaría entre dos montículos por el excesivo calor que allí se sentía. A pocos momentos me encontré subiendo el lado de una elevada estructura de piedra, sobre la cual existían los restos de un gran edificio, con las paredes en tierra; y todo aquel sitio regado de piedras esculpidas, presentando la triste escena de una completa ruina y estrago. Al bajar del otro lado de esta estructura, llegamos a una ancha plataforma bien conservada, cubierta de arboleda y libre de zarzas y maleza, pero tan plagada de insectos y hormigones negros, que era necesario irse deteniendo de piedra en piedra sin tocar la tierra. Corría a lo largo de esta terraza un pequeño edificio, que el guía indio me designó como el sitio en que se hallaba el consabido altar en que se quemaba el copal. Pasada la primera puerta, hizo la acción de penetrar por la segunda; pero, deteniéndose, introdujo la cabeza con precaución y en seguida retrocedió. Al entrar yo, me encontré con una pieza que no se diferenciaba en nada de las más comunes que yo hubiese visto en el país. Tiempo se pasó para que yo lograse reducir al indio a entrar en la pieza; y, cuando lo verificó, detúvose en la puerta, dirigió en torno una mirada precautoria y en seguida agitó horizontalmente uno de sus dedos, conforme a la costumbre peculiar de los indios, para significar que allí no había hada. Por fortuna supe que el camino que había dejado guiaba a las ruinas de Chunhuhú, y una prueba de la dificultad que yo tenía de saber la verdadera situación de los lugares puede verse en el hecho de que, sin embargo de que este sitio era uno de los que me proponía visitar, mientras que el indio me hablaba de él no pude saber que se hallaba allí, en la vecindad inmediata. Por fin, me determiné a proseguir camino, y lo que vi en la vez primera fue lo que nos decidió a dirigir nuestro cuerpo de marcha hacia aquel rumbo.

Era ya bastante adelantada la tarde cuando llegamos a la sabana de Chunhuhú, y me dirigí a la cabaña donde había atado mi caballo en la primera visita. La cabaña estaba construida de estacas en posición vertical, y el techo y las paredes se hallaban cubiertas de palmas. Al detenernos, vimos que en la parte interior se hallaba una mujer ocupada en preparar el maíz para hacer tortillas, lo que nos prometía una pronta cena. Díjonos que su marido estaba ausente; pero esto no era de todo punto indiferente, y por tanto, después de unas cuantas palabras más, entramos en la cabaña; pero la mujer tomó en el momento la puerta, y nos dejó en exclusiva posesión del local. Sin embargo, a muy poco rato se presentó un muchachillo como de ocho años a buscar el maíz que vimos en preparación, y que tuvimos el sentimiento de entregárselo por no considerarnos autorizados para retenerlo. Siguiole Albino con la esperanza de persuadir a la mujer a que volviese; pero, apenas le atisbó ella, cuando corrió a ocultarse en el bosque.

La cabaña, de que habíamos venido a ser tan súbitamente los dueños involuntarios, tenía tres piedras que servían de hogar, un banco de madera para moler el maíz, un comal para cocer al fuego las tortillas, una olla de barro, tres o cuatro jícaras o calabazos para beber y dos miserable hamacas de indio, que también fueron pedidas por el muchachillo, y entregadas. Además de esto, había una mesita de comer, de forma circular, que tendría pie y medio de diámetro, soportada por tres pequeños postes como de ocho pulgadas de elevación, y algunos banquillos de tosca madera destinados para sentarse. En la parte superior, y pendiendo de los atravesaños de la casucha, había tres grandes atados de maíz en mazorca y dos de frijoles en vaina; en la cuerda que sostenía por lo alto estos comestibles, y como a un pie de elevación sobre ellos, se veía un calabazo redondeado de la misma figura que la tapa de una bomba de sala, que, además de servir de adorno, hacía el oficio de una ratonera, porque los ratones, al saltar de los atravesaños sobre el maíz o los frijoles, se habían de estrellar contra el calabazo y caer necesariamente en tierra.

Teniendo ya provisiones para nosotros, fue preciso pensar inmediatamente en nuestros caballos. No había dificultad ninguna en proporcionarles que comer, porque, además de la provisión de maíz que había caído en nuestras manos, crecía en la sabana el zacate, que era la mejor pastura que yo había visto en el país; pero supimos del muchachillo, única persona que pudo informarnos, y con harto desaliento de nuestra parte, que allí no había agua ninguna. Aquel sitio era el peor provisto de este elemento, de cuantos lugares había yo visitado hasta allí: no había pozo, gruta o aguada, y los habitantes dependían únicamente de la poca agua de lluvia que se depositaba en los huecos de las piedras. Proporcionársela en esa altura a nuestros caballos era asunto en que no podía pensarse. Por consiguiente, era imposible detenernos mucho tiempo en aquel sitio; pero entretanto teníamos necesidades urgentes y perentorias. Nuestros caballos no habían tomado una gota de agua desde por la mañana, y, después de una larga, calurosa y laboriosa jornada, no podíamos dejarlos así todo el resto de la noche.

El muchachillo, en compañía de una desnuda hermanita suya, como de dos años, andaba rondando por las cercanías con encargo, según nos dijo, de vigilarnos para que no tomásemos nada de la cabaña. Por un medio real que le di, se comprometió a mostrarnos un sitio en que pudiésemos proveernos de agua, y, echándose a cuestas a la hermanita, me guió a una áspera y escarpada colina. Seguile llevando del diestro a mi caballo, y, a pesar de no llevar encima a ninguna chiquilla, experimenté suma dificultad en alcanzarle. Había en la cima de la colina varias rocas peladas y cubiertas de huecos, algunos de los cuales contenían, si acaso, una o dos botellas de agua. Llevé mi caballo a la más abundante: el pobre animal había sido siempre un gran bebedor de agua, y aquella tarde estuvo, sin embargo, muy moderado. El indezuelo contemplaba aquel espectáculo con la misma consternación que hubiera sentido al vender su derecho de primogenitura, y yo no dejaba de sentir algún pesar; pero, dejando a cada día su propio cuidado, envié por los demás caballos que, de un solo trago, apuraron toda el agua que habría bastado por un mes para toda la familia.

Entretanto, nuestras necesidades no eran pequeñas. Todo el día habíamos estado en marcha, sin comer un bocado. Desgraciadamente el viejo sepulturero había tomado a su cargo traer la caja que contenía nuestras provisiones de viaje y los útiles de mesa, y no le habíamos visto desde que le dejamos en el Saché. Los demás cargadores habían llegado ya, y estaban comprometidos conmigo a permanecer en nuestra compañía para trabajar en las ruinas y conducir el equipaje hasta el pueblo inmediato. Era una condición de mi contrato el darles de comer y, conociendo ellos el estado de las cosas, se dispersaron por el rancho en busca de víveres, volviendo después de una larga ausencia con algunas tortillas, huevos y manteca. Comimos fritos los huevos, y acaso habríamos quedado perfectamente contentos, si no hubiese sido por el disgusto que nos causaba la tardanza del sepulturero. Mientras nos mecíamos en las hamacas, escuchamos a distancia su voz, y a poco rato entró en la choza con el mejor humor del mundo y elevando en triunfo una botella vacía.

Al amanecer del siguiente día enviamos a Albino con algunos indios para comenzar a despejar el contorno de las ruinas, y después del desayuno marchamos nosotros en pos. El paso era una vereda a través de una sabana cubierta de zacate; y como a la distancia de una milla llegamos a los dos edificios que yo había visto anteriormente, y que me indujeron a formalizar la presente visita.

El primero se halla sobre una sólida terraza, aunque más baja que las otras. Su frente es de ciento doce pies de largo, y cuando estaba entero debió de haber tenido una apariencia imponente. La puerta de entrada era mayor y más majestuosa que cuantas hasta allí habíamos visto en el país; pero, por desgracia, todos los adornos estaban rotos y caídos. El departamento central tiene un corredor posterior, al cual se sube por tres escalones de piedra. Todas las puertas son llanas, a excepción de la central, que, sin embargo de hallarse casi destruida del todo, presenta todavía adornos majestuosos e imponentes.

Cuando nos hallábamos ocupados en despejar el frente de este edificio, aparecieron bajando de un ángulo de la caída terraza, y como si descendiesen de la parte superior del edificio, dos jóvenes armados de escopetas con llave y cazoleta cubiertas de piel de venado, y con todos los atavíos de cazadores. Eran corpulentos, de buena fisonomía, nada tímidos y francos en su apariencia y maneras. La escopeta del Dr. Cabot fue el primer objeto que hubo de llamarles la atención; después de eso, dejando a un lado las suyas, y como si no tuviesen otra idea que la de ejercitarse en el manejo del machete, tomaron una parte muy activa en el despeje del bosque. Concluido esto, Mr. Catherwood plantó su cámara lúcida, y, aunque al principio todos le formaron un círculo, poco después le dejaron solo con los dos hermanos, uno de los cuales sostenía una sombrilla sobre él para protegerle en la operación contra los rayos del sol.

A excepción del muchachillo y la mujer, éstas eran las únicas personas que habíamos visto al alcance de nuestra voz en aquel rancho. Estábamos tan complacidos con su apariencia, que propusimos a uno de ellos nos acompañase en nuestras investigaciones en demanda de ruinas. El mayor estaba ya entusiasmado con la idea de esta peregrinación; pero luego añadió en un tono algo lastimero que tenía mujer e hijos. Su hermanito, sin embargo, no tenía estas trabas, y bien podría acompañarnos. Hicimos en el punto mismo el correspondiente arreglo, y nada como esto puede probar el concepto de la seguridad con que se viaja en Yucatán. Buen cuidado habríamos tenido en Centroamérica de tomar a persona alguna a nuestro servicio, sin las más fuertes recomendaciones, porque hubiéramos corrido riesgo de asociarnos a un ladrón o a un asesino. Jamás habíamos sabido cosa alguna de estos dos hermanos hasta el momento en que les vimos. Su varonil porte de cazadores nos inspiró confianza; y la única circunstancia sospechosa que existía era la de que ellos por su parte se quisiesen poner en contacto con nosotros, sin previa noticia que les diese a conocer quiénes éramos; pero después supimos que ambos nos habían conocido en Nohcacab. El que se comprometió a acompañarnos llamábase Dimas, y estuvo con nosotros hasta que dejamos definitivamente aquella región del país.

En la misma línea, a una distancia corta, si bien sobre una terraza más baja, aparecía otro edificio de ochenta pies de frente. Tenía tal aire de frescura, que presentaba la idea de algo más moderno que las otras ruinas: estaba totalmente revocado, con una u otra fractura apenas. Eso nos ratificó en la opinión que desde antes habíamos formado, relativa a que todos los frentes de esas ruinas estuvieron dados de estuco.

Nuestro encuentro con los dos hermanos fue un feliz incidente para nuestra exploración en las ruinas. Desde su más pequeña infancia, el padre de ambos había tenido su rancho en la sabana, y con la escopeta al hombro habían recorrido todo el país por algunas leguas a la redonda. Desde la terraza del primer edificio vimos a alguna distancia una elevada colina, casi una montaña, en cuya cima una alta arboleda circuía un antiguo edificio. Algo de extraordinario presentaba esta posición; pero los dos jóvenes nos dijeron que el tal edificio estaba en la más completa ruina; y, aunque cuando le vimos apenas serían las once de la mañana, estoy seguro de que, si hubiésemos intentado ir allí, no hubiéramos regresado sino hasta después de anochecer. Habláronnos también de otros varios edificios distantes de allí media legua, más extensos, e iguales a los que teníamos delante en belleza y buen estado de preservación.

Así, pues, a la una de la tarde el Dr. Cabot y yo nos dirigimos a verlos, guiados por Dimas. Hacía un calor desesperante. Pasamos en frente de varias chozas, y en una de ellas pedimos un poco de agua; pero la que nos presentaron estaba tan plagada de insectos, que apenas nos atrevimos a probarla. Dimas nos llevó a la cabaña de su madre, y nos proporcionó un poco del agua de una vasija, en que los insectos se habían precipitado al fondo.

Desde allí empezamos a subir por la curvatura de una elevada colina, y bajando a un valle cubierto de espesa arboleda, después de la media legua más larga que yo hubiese andado jamás en los días de mi vida, vimos a través de los árboles una corpulenta estructura de piedra. Al llegar a ella, y subiendo sobre las desmoronada terraza, dimos con un gran montículo, cubierto de piedras labradas en todos sus lados. Subimos hasta el tope, y desde allí vimos de cada lado una hilera de edificios arruinados, asomando sus blancas fachadas por entre los árboles. Un poco más allá, a una distancia al parecer inaccesible, se hallaba la elevaba colina cubierta de ruinas que habíamos visto desde la terraza del primer edificio. Una serie de colinas se elevaba de todos lados, y para aquel país la escena era bastante pintoresca; pero todo estaba sumido en el silencio y la desolación.

Las ruinas que teníamos a la vista eran mucho más extensas que las otras visitadas primero; pero se hallaban en una condición más ruinosa. Descendimos del montículo hasta el área del frente y, apartando del mejor modo posible la maleza, nos encontramos en el centro con una piedra extraña, erguida y cilíndrica, muy semejante a las llamadas picotas; algo más adelante, un edificio de treinta y tres pies de frente, con dos departamentos, cada uno de los cuales era de treinta pies de largo sobre ocho pies y seis pulgadas de ancho. En la parte más visible de la fachada aparecía la extraña representación de tres figuras humanas vestidas de una manera curiosa, con las manos elevadas hacia la cabeza sosteniendo la cornisa.

Dimas nos dijo que estas ruinas se llamaban Xchonlok; pero lo mismo que las restantes se encuentran en la sabana conocida allí bajo el nombre de Chunhuhú, y el edificio arruinado que estaba en la cima de la colina, visible desde ambos sitios, parecía ser el vínculo de unión que las ligaba a todas. Imposible es decir cuál era la extensión de este lugar. Suponiendo que los dos cúmulos de ruinas formasen parte de la misma ciudad, hay motivo suficiente para creer que ésta ocupó antiguamente tanto terreno, y tuvo tal número de habitantes, como cualquier otra de las mayores que hasta allí se nos habían presentado. La primera noticia que tuvimos de la existencia de estas ruinas se la debimos a Cocom, aquél que, según puede recordar el lector, nos sirvió de guía en Nohpat, y esto es todo cuanto puedo comunicarle acerca de su historia.

Volvimos al rancho agobiados de fatiga, en el momento preciso de poder escaparnos de un aguacero. Éste nos trajo dentro de la casucha, como en acompañamiento de las pulgas que sufrimos la noche precedente, a todos nuestros cargadores y sirvientes, lo que obligó a colocar once hamacas muy juntas entre sí, y a soportar toda la noche un horrible concierto de trompas nasales con variaciones indígenas. La lluvia continuó en el siguiente día; y, como no podía trabajarse, Mr. Catherwood se aprovechó de aquella buena oportunidad para tener un nuevo ataque de calentura. Mas bajo otro aspecto, estábamos muy contentos de la lluvia, pues que teníamos constantemente empleado un hombre en buscar agua en los bosques; nuestros caballos habían agotado cuanta pudo hallarse en las cavidades de las rocas inmediatas, y acaso ya no podríamos proporcionárnosla para un día más. El aguacero llenó todos los vacíos, y nos libertó de algunos conflictos.

Por la tarde se presentó el indezuelo con un mensaje de la madre, que deseaba saber cuándo nos marcharíamos de allí. Tal vez el lector tendrá alguna curiosidad de conocer cuál era el traje de los muchachos de Chunhuhú. Voy a satisfacérsela. Consistía en un sombrero de paja y un par de alpargatas. Éste tenía además algunos manchones de lodo muy visibles, y Mr. Catherwood trazó un diseño suyo mientras estuvo en pie dirigiéndonos la palabra. Poco después se vio a la pobre mujer rondando a las inmediaciones de la cabaña, considerando que realmente ya era tiempo de volver a ella. Nosotros habíamos hecho una completa invasión sobre sus provisiones, dando el maíz a nuestros caballos, y haciendo cocinar los frijoles; pero la principal causa de su regreso era la de devolvernos un medio, que decía era de mala especie. Era humilde, amable y candorosa; como un niño: quejábase de que le hubiésemos dicho que sólo íbamos a permanecer allí una noche, mientras que después ya no sabía cuándo nos iríamos. Con mucha dificultad conseguimos que entrase en la choza, diciéndole que podía volver a ella cuando quisiese. Riose de ello con mucha naturalidad; y, después de echar una ojeada en rededor para ver cuidadosamente si nada se había perdido, se marchó muy consolada con la promesa que le hicimos de partir al día siguiente.